Queridos hermanos: el proposito de este discurso presentado es para que entendamos que la unica Iglesia verdadera es la Iglesia Fundanda por Nuestro Señor Jesucristo. cuyo deposito de fe es fundada sobre los Apostoles, donde cuya roca es Cristo y cuyo proposito es que todos nos salvemos. Teniendo claro un sentido Teologico - Biblico, los obispo son aquellos que nos muestra la figura misma de los apostoles, por el ministerio que han recibido por la imposicion de las manos sucediendo sobre ellos, el sacerdocio real de cristo; desde la iglesia insipiente hasta nuestros dias, siendo cada uno de ellos imagen viva de las Iglesias particulares, en la cual vivimos hoy en nuestra sociedad.  

DISCURSO DEL OBISPO STROSSMAYER

 

Venerables padres y hermanos:

No sin temor, pero con una conciencia libre y tranquila ante Dios que vive y me ve, tomo la palabra en medio de vosotros, en esta augusta asamblea.

Desde que me hallo sentado aquí con vosotros, he seguido con atención los discursos que se han pronunciado en esta sala, ansiando con grande anhelo que un rayo de luz, descendiendo de arriba, iluminase los ojos de mi inteligencia y permitiese votar los cánones de este Santo Concilio Ecuménico con perfecto conocimiento de causa.

Penetrado del sentimiento de responsabilidad, por lo cual Dios me pedirá cuenta, me he

propuesto estudiar con escrupulosa atención los escritos del Antiguo y Nuevo Testamento y he interrogado a estos venerables monumentos de la verdad, para que me diesen a saber si el Santo Pontífice, que preside aquí, es verdaderamente el sucesor de San Pedro. Vicario de Jesucristo e infalible doctor de la Iglesia.

Para resolver esta grave cuestión, me he visto precisado a ignorar el estado actual de las

cosas y a transportarme en mi imaginación, con la antorcha del Evangelio en las manos, a los tiempos en que ni el Ultramontanismo ni el Galicanismo existían, y en los cuales la Iglesia tenía por doctores a San Pablo, San Pedro, Santiago y San Jorge, doctores a quienes nadie puede negar la autoridad divina sin poner en duda lo que la Santa Biblia, que tengo delante, nos enseña y la cual el Concilio de Trento proclamó como la regla de la fe y de la moral.

He abierto, pues, estas sagradas páginas: y bien, ¿me atreveré a decirlo? Nada he encontrado que sancione próxima o remotamente la opinión de los Ultramontanos. Aún es mayor mi sorpresa, porque no encuentro en los tiempos apostólicos nada que haya sido cuestión de un Papa sucesor de San Pedro y Vicario de Jesucristo, como tampoco a Mahoma, que no existía aún. Vos, monseñor Manning, diréis que blasfemo; y vos, monseñor Fie, diréis que estoy demente. No, monseñores, no blasfemo, ni estoy loco! Ahora bien, habiendo leído todo el Nuevo Testamento, declaro ante Dios con mi mano elevada al gran Crucifijo, que ningún vestigio he podido encontrar del Papado, tal como existe ahora.

No me rehuséis vuestra atención, mis venerables hermanos, y con vuestros murmullos e

interrupciones justifiquéis a los que dicen, como el padre Jacinto, que este Concilio no es libre, porque vuestros votos han sido de antemano impuestos. Si tal fuese el hecho, esta augusta asamblea, hacia la cual todas las miradas del mundo están dirigidas, caería en el más grande descrédito.

Si deseamos ser grandes, debemos ser libres. Agradezco a su excelencia, monseñor

Dupanloup, el signo de aprobación que hace con la cabeza. Esto me alienta y prosigo. Leyendo, pues, los santos Libros con toda la atención de que el Señor me ha hecho capaz, no encuentro un sólo capítulo, o un corto versículo, en el cual Jesús dé a San Pedro la jefatura sobre los apóstoles, sus colaboradores.

Si Simón, el hijo de Jonás, hubiese sido lo que hoy día creemos sea su Santidad Pío IX,

extraño es que no le hubiere dicho: "Cuando haya ascendido a mi Padre, debéis todos obedecer a Simón Pedro, así como ahora me obedecéis a mí. Le establezco por mi Vicario en la tierra. No solamente calla Cristo sobre este particular, sino que piensa tan poco en dar una cabeza a la Iglesia, que cuando promete tronos a sus apóstoles, para juzgar a las doce tribus de Israel (Mateo, 19; 28), les promete doce, uno para cada uno, sin decir que entre dichos tronos uno sería más elevado, el cual pertenecía a Pedro. Indudablemente, si tal hubiese sido su intento, lo indicaría. ¿Qué hemos de decir

de su silencio? La lógica nos conduce a la conclusión de que Cristo no quiso elevar a Pedro a la cabecera del colegio apostólico.

Cuando Cristo envió a los apóstoles a conquistar el mundo, a todos dio la promesa del

Espíritu Santo. Permitidme repetirlo: si Él hubiese querido constituir a Pedro en su Vicario, le hubiera dado el mando supremo sobre su ejército espiritual. Cristo, así lo dice la Santa Escritura, prohibió a Pedro y a sus colegas reinar o ejercer señorío o tener potestad sobre los fieles, como hacen los reyes gentiles. (Lucas, 22,25,26). Si San Pedro hubiese sido elegido Papa, Jesús no diría esto; porque según vuestra tradición, el Papado tiene en sus manos dos espadas, símbolos del poder espiritual y temporal. Hay una cosa que me ha sorprendido muchísimo. Resolviéndola en mi mente me he dicho a mí mismo: si Pedro hubiese sido elegido Papa. ¿Se permitiría a sus colegas enviarle con San Juan a Samaria para anunciar el Evangelio del Hijo de Dios? (Hechos, 2; 15).

¿Qué os parecería, venerables hermanos, si nos permitiésemos ahora mismo enviar a Su

Santidad Pío IX, y a su eminencia monseñor Plautier al patriarca de Constantinopla para persuadirle a que pusiese fin al cisma del Oriente? Mas, he aquí otro hecho de mayor importancia. Un concilio Ecuménico se reúne en Jerusalén para decidir cuestiones que dividían a los fieles. ¿Quién debiera convocar este Concilio si San Pedro fuese Papa? Claramente San Pedro. ¿Quién debiera presidirlo? San Pedro o su delegado. ¿Quién debiera formar o promulgar los cánones? San Pedro. Pues bien, nada de esto sucedió! Nuestro apóstol asistió al Concilio, así como los demás, pero no fue quien reasumió la discusión sino Santiago: y cuando se promulgaron los decretos se hizo en nombre de los

apóstoles, ancianos y hermanos. (Hechos, 15) ¿Es ésta la práctica de nuestra Iglesia? Cuanto más lo examino, ¡oh, venerables hermanos! Tanto más estoy convencido que en las Sagradas Escrituras, el hijo de Jonás no parece ser el primero.

Ahora bien: mientras nosotros enseñamos que la Iglesia está edificada sobre San Pedro, San Pablo, cuya autoridad no puede dudarse, dice, en su Epístola a los Efesios, 2:2º, que está edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo, Cristo mismo. Este mismo apóstol cree tan poco en la supremacía de Pedro, que abiertamente culpa a los que dicen: "somos de Pablo, somos de Apolo (1º Corintios, 1 :12); así como culpa a los que dicen: "somos de Pedro". Si este último apóstol hubiese sido el Vicario de Cristo, San Pablo se habría guardado bien de no censurar con tanta violencia a los que pertenecían a su propio colega. El mismo apóstol Pablo, al enumerar los oficios de la Iglesia, menciona apóstoles, profetas, evangelistas, doctores y pastores.

¿Es creíble, mis venerables hermanos, que San Pablo, el gran apóstol de los gentiles,

olvidase el primero de estos oficios del Papado, si el Papado fuera de divina institución? Ese olvido me parece tan imposible como el de un historiador de este Concilio que no hiciese mención de Su Santidad Pío IX. (Varias veces: ¡Silencio, hereje, silencio!)

Calmaos, venerables hermanos, que todavía no he concluido. Impidiéndome que prosiga, manifestaríais al mundo que procedéis sin justicia, cerrando la boca de un miembro de esta asamblea. Continuaré: el apóstol Pablo no hace mención en ninguna de sus epístolas, a las diferentes Iglesias, de la primacía de Pedro. ¿Si esta primacía existiese, si, en una palabra, la Iglesia hubiese tenido una cabeza suprema dentro de sí, infalible en enseñanzas, podría el gran Apóstol de los gentiles olvidar el mencionarla? ¡Qué digo! Más probable que hubiese escrito una larga epístola sobre esta importante materia. Entonces, cuando el edificio de la doctrina cristiana fue erigido ¿podría como lo hace, olvidarse de la fundición, de la clave del arco? Ahora bien: si no opináis que

la Iglesia de los Apóstoles fue herética, lo que ninguno de vosotros desearía u osaría decir, estamos obligados a confesar que la Iglesia nunca fue más bella, más pura, ni más santa que en los tiempos en que no hubo Papa. (Gritos de: ¡No es verdad! ¡No es verdad!). No diga monseñor Laval, "No". Si alguno de vosotros, mis venerables hermanos, se atreve a pensar que la Iglesia que hoy tiene un Papa por cabeza, es más firme en la fe, más puro en la moralidad que la Iglesia apostólica, dígalo abiertamente ante el universo, puesto que este recinto es un centro desde el cual nuestras palabras

volarán de polo a polo. Prosigo: ni en los escritos de San Pablo, San Juan o Santiago, descubro traza alguna o germen del poder papal. San Lucas, el historiador de los trabajos misioneros de los apóstoles, guarda silencio sobre este importantísimo punto. El silencio de estos hombres santos, cuyos escritos forman parte del canon de las divinamente inspiradas Escrituras, me parece tan penoso e imposible, si Pedro fuese Papa, y tan inexcusable como si Thievs, escribiendo la historia de Napoleón Bonaparte,

omitiese el título de emperador. Veo delante de mí un miembro de la asamblea que dice señalándome con el dedo: "¡Ahí está un obispo cismático, que se ha introducido entre nosotros con falsa bandera!". No, no, mis venerables hermanos; no he entrado en esta augusta asamblea como un ladrón por la ventana sino por la puerta, como vosotros; mi título de obispo me dio derecho a ello, así como mi conciencia cristiana me obliga a hablar y decir lo que creo ser verdad.

Lo que más me ha sorprendido y que, además, se puede demostrar, es el silencio del mismo San Pedro. Si el apóstol fuese lo que proclamáis que fue, es decir, Vicario de Jesucristo en la tierra, él, al menos, debiera saberlo. Si lo sabia ¿cómo sucede que ni una sola vez obro como Papa? Podría haberlo hecho el día de Pentecostés, cuando predicó su primer sermón, y no lo hizo; en el Concilio de Jerusalén, y no lo hizo; en Antioquía, y no lo hizo, como tampoco lo hace en las dos epístolas que dirige a la Iglesia. ¿Podéis imaginaros un tal Papa, mis venerables hermanos, si es que Pedro era Papa?

Resulta, pues, que si queréis sostener que fue Papa, la consecuencia natural es que él no lo sabia. Ahora pregunto a todo el que tenga cabeza con que pensar y mente con que reflexionar: ¿son posibles estas dos suposiciones? Digo, pues, que mientras los apóstoles vivían, la Iglesia nunca pensó que había Papa. Para sostener lo contrario, sería necesario entregar las Sagradas Escrituras a las llamas o ignorarlas por completo. Pero escucho decir por todos lados: "Pues que, ¿no estuvo San Pedro en Roma? ¿No fue crucificado con la cabeza abajo? ¿No se hallan los lugares donde enseñó, y los altares donde dijo misa, en esta ciudad eterna?" Que San Pedro haya estado en Roma, reposa, mis venerables hermanos, sólo sobre la tradición; más aún, si hubiese sido obispo de Roma, ¿cómo podéis probar con su episcopado su supremacía? Scaligero, uno de los hombres más eruditos, no vacila en decir que el episcopado de San Pedro y su residencia en Roma, deben clasificarse entre las leyendas ridículas. ("Repetidos gritos: ¡Tapadle la boca; hacedle descender del púlpito!") Venerables hermanos, estoy pronto a callarme; más, ¿no es mejor en una asamblea como la nuestra, probar todas las cosas como manda el apóstol y creer todo lo que es bueno? Pero, mis venerables amigos, tenemos un dictador ante el cual todos debemos postrarnos y callar, aún Su Santidad Pío IX, e inclinar la cabeza. Ese dictador es la Historia. Esta no es como un legendario que

puede reformar el estilo con que el alfarero hace su barro, sino como un diamante que esculpe en el cristal palabras indelebles. Hasta ahora me he apoyado sólo en ella, y no encuentro vestigio alguno del Papado en los tiempos apostólicos; la falta es suya; no es mía. ¿Queréis quizá colocarme en la posición de un acusado de mentira? Hacedlo si podéis.

Oigo a la derecha estas palabras: "Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia",

(Mat. 16:18). Contestaré esta objeción después, mis venerables hermanos; más, antes de hacerlo, deseo presentaros el resultado de mis investigaciones históricas. No hallando ningún vestigio del Papado en los tiempos apostólicos, me dije a mí mismo; quizá hallaré al Papa en los cuatro primeros siglos y no he podido dar con él. Espero que ninguno de vosotros dudará de la gran autoridad del santo obispo de Nipona, el grande y bendito San Agustín. Este piadoso doctor, honor y gloria de la iglesia católica, fue secretario en el Concilio de Meline. En los decretos de esa venerable Asamblea,

se hallan estas palabras: "Todo el que apelase a los de la otra parte del mar, no será admitido a la comunión por ninguno en el Africa".

Los obispos de Africa reconocían tan poco al obispo de Roma que castigaban con

excomunión a los que recurriesen a su arbitrio. Estos mismos obispos en el sexto Concilio de Cartago, celebrado bajo Aurelio obispo de dicha ciudad, escribieron a Celestino, obispo de Roma, amonestándole que no recibiese a los obispos, sacerdotes o clérigos de Africa; que no enviase más legados o comisionados y que no introdujese el orgullo humano en la Iglesia. Que el patriarca de Roma había desde los primeros tiempos tratado de atraerse a sí mismo toda autoridad, es un hecho evidente; y lo es también igualmente, que no poseía la supremacía que los Ultramontanos le atribuyen. Si la poseyese, ¿osarían los obispos de Africa, San Agustín entre ellos, prohibir apelaciones a los decretos de su supremo tribunal? Confieso, sin embargo, que el patriarca de Roma ocupaba el primer puesto. Una de las leyes de Justiniano dice: "Mándanos, conforme a la definición de los cuatro concilios, que el Santo Papa de la antigua Roma sea el primero de los obispos, y que su alteza el arzobispo de Constantinopla, que es la nueva Roma, sea el segundo".

Inclínate, pues; a la supremacía del Papa, me diréis:

No corráis tan apresurados a esa conclusión, mis venerables hermanos, porque la ley de

Justiniano lleva escrito al frente: "del orden de sedes patriarcales". Procedencia es una cosa, y el poder de jurisdicción es otra. Por ejemplo: suponiendo que en Florencia se reuniese una asamblea de todos los obispos del reino, la procedencia se daría naturalmente al primado de Florencia, así como entre los occidentales se concedería al patriarca de Constantinopla y en Inglaterra al arzobispo de Canterbury. Pero ni el primero, segundo ni tercero, podría aducir de la asignada posición una jurisdicción sobre sus compañeros. La importancia de los obispos de Roma precede no de un poder

divino sino de la importancia de la ciudad donde está la Sede. Monseñor Darvoy no es superior en dignidad al arzobispo de Avignón; más, no obstante, París le da una consideración que no tendría, si en vez de tener su palacio en las orillas del Sena se hallase sobre el Ródano. Esto que es verdadero en la jerarquía religiosa, lo es también en materias civiles y políticas. El prefecto de Roma no es más que un prefecto como el de Pisa: pero civil y políticamente es de mayor importancia aquél. He dicho ya que desde los primeros siglos, el patriarca de Roma aspiraba al gobierno universal de la Iglesia. Desgraciadamente casi lo alcanzó; pero no consiguió ciertamente sus pretensiones, porque el emperador Teodosio II hizo una ley, por la cual estableció que el patriarca de Constantinopla tuviese la misma autoridad que el de Roma. Los padres del concilio de Calcedonia colocan a los obispos de la antigua y de la nueva Roma en la misma categoría de todas las cosas, aún en las eclesiásticas. (Can. 28). El sexto Concilio de Cartago prohibió a todos los obispos que se abrogasen el título de príncipes de los obispos u obispos soberanos. En cuanto al título Obispo Universal, que los Papas se abrogaron más tarde, Gregorio I creyendo que sus sucesores nunca pensarían en adornarse con él, escribió estas notables palabras: "Ninguno de mis antecesores ha consentido en llevar este título profano, porque cuando un patriarca se abroga a sí

mismo el nombre de universal, el título de patriarca sufre descrédito. Lejos esté, pues, de los cristianos, el deseo de darle un título que cause descrédito a sus hermanos".

San Gregorio dirigió estas palabras a su colega de Constantinopla, que pretendía hacerse

primado de la Iglesia. El Papa Pelagio II llamaba a Juan, obispo de Constantinopla, que aspiraba al sumo pontificado, impío y profano. "No se le importe", decía, "el título universal" que Juan ha usurpado ilegalmente, que ninguno de los patriarcas se abrogue este nombre profano, porque ¿Cuántas desgracias no debemos esperar si entre los sacerdotes se suscitan tales ambiciones? Alcanzarían lo que se tiene predicho de ellos:

"El es el rey de los hijos del orgullo". (Pelagio II. Lett. 13).

Estas autoridades, y podría citar cien más de igual valor, ¿no prueban con una claridad igual al resplandor del sol en medio del día, que los primeros obispos de Roma no fueron reconocidos como obispos y cabezas de la Iglesia, sino hasta tiempos muy posteriores? Y por otra parte, ¿quién no sabe que desde el año 325, en el cual se celebró el primer Concilio de Nicea, hasta 580, año en que fue celebrado el segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, y entre más de 1.109 obispos que asistieron a los primeros seis Concilios Generales, no se hallaron presentes más que 19 obispos del Occidente? ¿Quién ignora que los Concilios fueron convocados por los emperadores, sin siquiera informarle de ello, y frecuentemente aun en oposición a los deseos del obispo de Roma? O ¿qué Osio, obispo de Córdoba, presidió el primer Concilio de Nicea y redactó sus cánones? El mismo Osio, presidiendo después el Concilio de Sárdica excluyó al legado de Julio, obispo de Roma. No diré más, mis venerables hermanos, y paso a hablar del gran argumento a que me referí anteriormente para establecer el Primado del obispo de Roma.

Por la roca (petra), sobre que la Santa Iglesia está edificada, entendéis que es Pedro. Si esto fuera verdad, la disputa quedaría terminada; más nuestros antepasados, y ciertamente debieron saber algo, no se oponían sobre esto como nosotros. San Cirilo, en su cuarto libro sobre la Trinidad, dice: "Creo por la roca debéis entender la fe inmóvil de los apóstoles". San Hilario, obispo de Poitiers, en su segundo libro sobre la Trinidad, dice: "La Roca (petra) es la bendita y sola roca de la fe confesada por la boca de San Pedro"; y en su sexto libro de la Trinidad, dice: "Es sobre esta roca de la confesión de fe, que la Iglesia está edificada". "Dios, dice San Gerónimo, en el sexto libro sobre San

Mateo, ha fundado su Iglesia sobre esta roca, y es de esta roca que el apóstol Pedro fue apellidado". De conformidad con él, San Crisóstomo dice en su Homilía 53 sobre San Mateo: "Sobre esta roca edificaré mi Iglesia, es decir, sobre la fe de la confesión". Ahora bien, ¿cuál fue la confesión del apóstol? Hela aquí: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente"... Ambrosio, el santo arzobispo de Milán, sobre el segundo capítulo de la epístola a los Efesios; San Basilio de Selencia y los padres del Concilio de Calcedonia, enseñan precisamente la misma cosa. Entre todos los doctores de la antigüedad cristiana, San Agustín ocupa uno de los primeros puestos por su sabiduría y santidad. Escuchad, pues, lo que escribe sobre la primera epístola de San Juan: "¿Qué significan las palabras edificaré mi Iglesia sobre esta roca, sobre esta fe, sobre eso que dice, tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente"? En su tratado 124 sobre San Juan, encontramos esta muy significativa frase: "Sobre esta roca, que tú has confesado, edificaré mi Iglesia, puesto que Cristo mismo era la roca".

El gran obispo creía tan poco que la Iglesia fuese edificada sobre San Pedro, que dijo a su Rey en su sermón 13: "Tú eres Pedro y sobre esta roca (petra) que tú has confesado, sobre esta roca que tú has reconocido diciendo: "Tú eres el Cristo, El Hijo de Dios viviente; edificaré mi Iglesia; sobre mí mismo, que soy el Hijo de Dios viviente. La edificaré sobre mí mismo, y no yo sobre ti".

Lo que San Agustín enseña sobre este célebre pasaje, era la opinión de todo el mundo cristiano en sus días; por consiguiente, reasumo y establezco: 1. Que Jesús dio a sus apóstoles el mismo poder que dio a Pedro. 2. Que los apóstoles nunca reconocieron en San Pedro al Vicario de Jesucristo y al infalible doctor de la Iglesia. 3. Que los concilios de los cuatro primeros siglos, mientras reconocían la alta posición que el obispo de Roma ocupaba en la Iglesia por motivo de Roma, tan sólo le otorgaron una preeminencia honoraria, nunca el poder y la jurisdicción. 4. Que los santos padres en el famoso pasaje "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia", nunca entendieron que la Iglesia estaba edificada sobre San Pedro, sino sobre la roca, es decir, sobre la confesión de la fe del apóstol.

Concluyo victoriosamente, conforme a la historia, la razón, la lógica, el buen sentido y la conciencia cristiana, que Jesucristo NO dio supremacía alguna a San Pedro, y que los obispos de Roma no se constituyeron soberanos de la Iglesia, sino tan sólo confesando uno por uno todos los derechos del episcopado. (Voces: ¡Silencio! Insolente, Protestante. ¡Silencio!)

¡No soy un Protestante insolente! La historia no es Católica, ni Anglicana, ni Calvinista, ni Luterana, ni Armeniana, ni Griega Cismática, ni Ultramontana. Es lo que es decir, algo más poderoso que todas las confesiones de la fe, que todos los Cánones de los Concilios Ecuménicos.

¡Escribid contra ella si osáis hacerlo!, mas no podréis destruirla, como tampoco sacando un ladrillo del Coliseo, podríais hacerlo derribar.

Si he dicho algo que la historia pruebe ser falso, enseñádmelo con la historia; y, sin un

momento de titubeo, haré la más honorable apología. Más tened paciencia, y veréis que todavía no he dicho todo lo que quiero y puedo; y aun si la pira fúnebre me aguardase en la Plaza de San Pedro, no callaría, porque me siento precisado a proseguir.

Monseñor Dupanleup, en sus célebres "Observaciones" sobre este Concilio Vaticano, ha

dicho, y con razón, que si declaramos a Pío IX infalible, deberemos necesariamente, y de lógica natural, vernos precisados a mantener que todos sus predecesores eran también infalibles. Pero, venerables hermanos, aquí la Historia levanta su voz con autoridad, asegurándonos que algunos Papas erraron. Podéis protestar contra esto o negarlo, si así os place, más yo lo probaré:  El Papa Víctor (192) primero aprobó el montanismo y después lo condenó.

Marcelino (296 a 303) era un idólatra; entró en el templo de Vesta y ofreció incienso a la diosa. Diréis que fue acto de debilidad, pero contesto: Un Vicario de Jesucristo muere, más no se hace apóstata.

Liberio (358) consintió en la condenación de Atanasio; después hizo profesión de

Arrianismo para lograr que se le revocase el destierro y se le restituyese su Sede. Honorio (625) se adhirió al monotolismo; el Padre Gatry lo ha probado hasta la evidencia.

Gregorio I (578 a 590) llama Anticristo a cualquiera que se diese el nombre de Obispo

Universal; y al contrario, Bonifacio III (607 a 608) persuadió al emperador parricida, Phocas, a que le confiriera dicho título.

Pascal II (1088 a 1099) y Eugenio III (1145 a 1153) autorizaron los desafíos; mientras que Julio II (1599) y Pío IV (1560) los prohibieron.

Eugenio IV (1431 a 1439) aprobó el Concilio de Basilea y la restitución del cáliz a la Iglesia de Bohemia, y Pío II (1458) revoca la concesión.

Adriano II (867 a 872) declaró válido el matrimonio civil; pero Pío VII (1800 a 1823) lo

condenó.

Sixto V (1585 a 1590) compró una edición de la Biblia y con una bula recomendó su lectura; mas Pío VII condenó su lectura.

Clemente XIV (1700 a 1721) abolió la Compañía de los Jesuitas, permitida por Pablo II, y Pío VII la restableció.

Más, ¿a qué buscar pruebas tan remotas? ¿No ha hecho otro tanto, nuestro santo padre que está aquí, en su bula, dando reglas para este mismo Concilio, en el caso de que muriese mientras se halla reunido, revocando cuanto en tiempos pasados fuese contrario a ello, aun cuando procediese de las decisiones de sus predecesores? Y, ciertamente, si Pío IX ha hablado ex cátedra, no es cuando desde lo profundo de su tumba impone su voluntad sobre los soberanos de la Iglesia. Nunca concluiría, mis venerables hermanos, si tratase de presentar a vuestra vista las contradicciones de los Papas en sus enseñanzas; por lo tanto, si proclamáis la infalibilidad del Papa actual, tendréis que probar, o bien que los Papas nunca se contradijeron, lo que es imposible, o bien tendréis que declarar que el Espíritu Santo os ha revelado que la infalibilidad del Papado es tan sólo de fecha

1870.

¿Sois bastante atrevidos para hacer esto? Quizá los pueblos estén indiferentes y dejen pasar cuestiones teológicas que no entienden, y cuya importancia no ven; pero, aun cuando sean indiferentes a los principios, no lo son en cuanto a los hechos.

Pues bien, no os engañéis a vosotros mismos. Si decretáis el dogma de la infalibilidad Papal, los Protestantes, nuestros adversarios, montarán la brecha, con tanta más bravura cuanto tienen la historia de su lado, mientras que nosotros sólo tendremos nuestra negación que oponerles. ¿Qué les  diremos cuando expongan a todos los obispos de Roma, desde los días de Lucas hasta su Santidad Pío IX? ¡Ay! Si todos hubiesen sido como Pío IX, triunfaríamos en toda la línea; más, ¡desgraciadamente no es así! (Gritos de ¡Silencio, silencio! ¡Basta, basta!). ¡No gritéis, monseñor!

Temer a la historia es confesaros derrotados. Y, además, aun si pudierais hacer correr toda el agua del Tíber sobre ella, no podríais borrar ni una sola de sus páginas. Dejadme hablar y seré tan breve como sea posible en este importantísimo asunto.

El Papa Virgilio (538) compró el Papado a Belisario, teniente del emperador Justiniano. Es verdad que rompió su promesa y nunca pagó por ello. ¿Es ésta una manera canónica de ceñirse la tiara? El segundo concilio de Calcedonia lo condenó formalmente. En uno de sus cánones se lee: "El obispo que obtenga su episcopado por dinero, lo perderá y será degradado". El Papa Eugenio III (1145) imitó a Virgilio. San Bernardo, la estrella brillante de su tiempo, reprendió al Papa, diciéndole: "¿Podrás enseñarme en esta gran ciudad de Roma alguno que os hubiese recibido por Papa sin haber primero recibido oro y plata por ello?" Mis venerables hermanos: ¿será el Papa que establece un banco a las puertas del templo, inspirado por el Espíritu Santo? ¿Tendrá derecho alguno de enseñar a la Iglesia la infalibilidad? Conocéis la historia de Formoso demasiado bien, para que yo pueda añadir nada. Esteban XI hizo exhumar su cuerpo vestido con ropas Pontificales; hizo cortarle los dedos con que acostumbraba dar la bendición y después lo hizo arrojar al Tíber, declarando que era un perjuro e ilegitimo.

Entonces el pueblo aprisionó a Esteban, lo envenenó y lo agarrotaron. Más, ved cómo las cosas se arreglaron. Romana, sucesor de Esteban, y tras él, Juan X, rehabilitaron la memoria de Formoso. Quizá me diréis, esas son fábulas, no historia. ¡Fábulas! Id, monseñores, a la librería del Vaticano y leed a Platina, el historiador del Papado, y los Anales de Baronio (897). Estos son hechos que, por honor de la Santa Sede, desearíamos ignorar; más cuando se trata de definir un dogma que podría provocar un gran cisma en medio de nosotros, el amor que abrigamos hacia nuestra venerable madre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, ¿deberá imponernos el silencio? Prosigo. El erudito cardenal Baronio, hablando de la corte Papal, dice...

Haced atención, mis venerables hermanos, a estas palabras: "¿Qué parecía la Iglesia Romana en aquellos tiempos? ¡Qué infamia! Sólo las poderosísimas cortesanas gobernaban en Roma. Eran ellas las que daban, cambiaban y se tomaban obispos; y, ¡horrible es relatarlo!, hacían sus amantes, los falsos Papas, subir al trono de San Pedro" (Baronio, 912). Me contestaréis: esos eran Papas falsos, no los verdaderos. Séalo así, más en este caso, si por cincuenta años, la Sede de Roma se hallaba ocupada por anti Papas, ¿cómo podréis reunir el hilo de la sucesión Papal? ¡Pues qué! ¿Ha podido la Iglesia existir, al menos por el término de un siglo y medio sin cabeza, hallándose acéfala?

¡Notad bien! La mayor parte de esos anti - Papas se ven en el árbol genealógico del Papado; y, seguramente, deben ser éstos los que describe Baronio, porque aun Genebrardo, el gran adulador de los Papas, se atrevió a decir en sus crónicas (901):

"Este centenario ha sido desgraciado, puesto que por cerca de ciento cincuenta años los

Papas han caído de las virtudes de sus predecesores y se han hecho apóstatas más bien que apóstoles". Bien comprendo porqué el ilustre Baronio se avergonzaba al narrar los actos de esos obispos romanos. Hablando de Juan XI (931), hijo natural del Papa Sergio y de Marozia, escribió estas palabras en sus Anales: "La santa Iglesia, es decir, la Romana, ha sido vilmente atropellada por un monstruo, Juan XII (956). Elegido Papa a la edad de 18 años, mediante las influencias de las cortesanas, no fue en nada mejor que su predecesor". Me desagrada, mis venerables hermanos, tener que mover tanta suciedad. Me callo tocante a Alejandro VI padre y amante de Lucrecia; doy la espalda a Juan XXII (1219), que negó la inmortalidad del alma y que fue depuesto por el Santo Concilio Ecuménico de Constanza.

Algunos alegarán que este Concilio sólo fue privado. Séalo así: pero si le negáis toda clase de autoridad, deberéis deducir como consecuencia lógica, que el nombramiento de Martín V (1417) era ilegal. Entonces, ¿dónde va a parar la sucesión Papal? ¿Podréis hallar su hilo? No hablo de los cismas que han deshonrado la Iglesia. En esos desgraciados tiempos la Sede de Roma se halla ocupada por dos y a veces hasta por tres competidores. ¿Quién de éstos era el verdadero Papa? Resumiendo una vez más, vuelvo a decir que, si decretáis la infalibilidad del actual obispo de Roma, deberíais establecer la infalibilidad de todos los anteriores, sin excluir a ninguno. Más, ¿podréis hacer esto cuando la historia está allí probando con una claridad igual a la del sol mismo, que los Papas han errado en sus enseñanzas? ¿Podréis hacerlo y sostener que Papas avaros, incestuosos, homicidas, simoniacos, han sido Vicarios de Jesucristo? ¡Ay, venerables hermanos! Mantener tal enormidad sería hacer traición a Cristo peor que Judas; sería echarle suciedad en la cara. (Gritos: ¡Abajo del púlpito! ¡Pronto! ¡Cerrad la boca del hereje!). Mis venerables hermanos, estáis gritando ¿Pero no sería más digno pesar mis razones y mis palabras en la balanza del santuario? Creedme, la historia no puede hacerse de nuevo; allí está y permanecerá por toda la eternidad, protestando enérgicamente contra el dogma de la infalibilidad Papal. Podéis declararla unánime, ¡pero faltaría un voto, y ese será el mío! Los verdaderos fieles, monseñores, tienen los ojos sobre nosotros, esperando de nosotros algún remedio para los innumerables males que deshonran la Iglesia. ¿Desmentiréis sus esperanzas? ¿Cuál no será nuestra responsabilidad ante Dios, si dejamos pasar esta solemne ocasión que Dios nos ha dado para curar la verdadera fe?

Abracémosla, mis hermanos; amémonos con un ánimo santo: hagamos un supremo y

generoso esfuerzo.

Volvamos a la doctrina de los apóstoles, puesto que fuera de ella, no hay más que horrores, tinieblas y tradiciones falsas. Aprovechemos de nuestra razón e inteligencia, tomando a los apóstoles y profetas por nuestros únicos maestros, en cuanto a la cuestión de las cuestiones: "¿Qué debo hacer para ser salvado? Cuando hayamos decidido esto habremos puesto el fundamento de nuestro sistema dogmático, firme e inmóvil como la roca, constante e incorruptible de las divinamente inspiradas Escrituras. Llenos de confianza, iremos ante el mundo y, como el apóstol San Pablo en presencia de los libres pensadores, no reconoceremos a nadie "más que a Jesucristo y éste Crucificado".

Conquistaremos la predicación de la "locura de la cruz", así como San Pablo conquistó a los sabios de Grecia y Roma, y la Iglesia Romana tendrá su glorioso 89. (Gritos clamorosos: ¡Bájate! ¡Fuera el Protestante, el Calvinista, el traidor de la Iglesia!) Vuestros gritos, monseñores, no me atemorizan. Si mis palabras son calurosas, mi cabeza está serena. Yo no soy de Lutero, ni de Calvino, ni de Pablo, ni de apóstoles, pero si de Cristo.

(Renovados gritos: ¡Anatema! ¡Anatema al Apóstata!) ¡Anatema, monseñores, anatema! Bien sabéis que no estáis protestando contra mi, sino contra los santos apóstoles, bajo cuya protección desearía que este Concilio colocase a la Iglesia. ¡Ah!, Si cubiertos con sus mortajas saliesen de sus tumbas, ¿hablarían de una manera diferente de la mía? ¿Qué les diríais, cuando con sus escritos os dicen que el Papado se ha apartado del Evangelio del Hijo de Dios, que ellos predicaron y confirmaron tan generosamente con su sangre? ¿Os atreveríais a decirles: "preferimos las doctrinas de nuestros Papas, nuestro Belarmino, nuestro Ignacio de Loyola a la vuestra?" No, mil veces no! a no ser que hayáis tapado vuestros oídos para no oír, cubierto vuestros ojos para no ver, y embotada vuestra mente para no atender.

¡Ah! Si El que reina arriba quiere castigarnos, haciendo caer pesadamente su mano sobre nosotros, como hizo a Faraón, no necesita permitir a los soldados de Garibaldi que nos arrojen de la ciudad eterna. Bastará con decir que hagáis a Pío IX un Dios, así como se ha hecho una diosa a la bienaventurada Virgen.

¡Deteneos!, ¡deteneos!, venerables hermanos, en el odioso y ridículo precipicio en que os habéis colocado, Salvad a la Iglesia del naufragio que la amenaza, buscando en las Sagradas Escrituras solamente la regla de fe que debemos creer y profesar. He dicho. ¡Dígnese Dios asistirme!"

Estas últimas palabras fueron recibidas con signos de desaprobación semejantes a las de un teatro. Todos los padres se levantaron y muchos se fueron a la sala. Bastantes italianos, americanos y alemanes y algunos cuantos franceses e ingleses rodearon al valiente orador y, con un apretón fraternal de manos, demostraron que estaban conformes con su modo de pensar. Este discurso que en el siglo decimosexto hubiera conseguido para el valiente obispo la gloria de morir en la hoguera, en este siglo presente solamente, provocó el desdén de Pío IX y de todos los que desean abusar de la

ignorancia de las gentes.

¡Pobres ciegos!, ellos caerán en el hoyo que han cavado para otros.

 

(1) ULTRAMONTANISMO (Siglo XVII). Los católicos ultramontanos permanecieron fielmente adheridos a la idea de que el papa tenía una autoridad eclesiástica superior a todos los reyes, y que sus enseñanzas eran infalibles; lo que preparó el terreno para el Syllabus de Pío IX, la proclamación de la infalibilidad papal.


(2) GALICANISMO (Siglo XVII). Movimiento que trataba de definir las autoridades civil y eclesiástica y su relación mutua. Los obispos franceses redactaron los cuatro artículos galicanos a requerimiento de Luis XIV. La revolución francesa y la constitución civil del clero efectuó un secularismo galicano mucho peor que la tendencia antigua, que era simplemente prescindir de la autoridad papal. A esta lucha (entre el católico Luis XIV perseguidor de los hugonotes protestantes y el papa Inocencio XI) se le llama el conflicto de las regalías, y surgió cuando Luis XIV quiso llenar las vacantes de cuatro obispados y controlar sus entradas financieras.

La declaración redactada por el obispo Basuel trataba de evitar el rompimiento con Roma a la vez que trataba de reconocer la supremacía que Luis XIV pretendía. El primer artículo afirmaba que el rey no estaba sujeto al papa en las cosas temporales, y no podía ser depuesto ni sus súbditos relevados de obediencia al rey por la autoridad papal. El segundo decía que el papa gozaba de plena autoridad en todos los asuntos espirituales, y que esta autoridad estaba sujeta a los concilios generales, como lo había decretado ya el Concilio de Constanza (1414-1418). El tercero decía que el ejercicio de la autoridad papal estaba sujeto, sin embargo, a los cánones y constituciones del reinado francés. El cuarto concedía que el papa tenía la parte principal en cuestiones de fe, pero no estaba exento de corrección (es decir, negaba la infalibilidad papal).


(3) Montanismo. Poco después de la mitad del segundo siglo (156-160 d.C.) tuvo lugar en Frigia un despertamiento espiritual. Montano proclamó la venida inminente de Jesucristo, diciendo que era señal de ello el derramamiento del Espíritu Santo que se originó en las iglesias que aceptaron su predicación. Montano creía que Dios lo había escogido para ser el profeta y preparar el advenimiento de Cristo, que según la profecía de Joel, citada por Pedro, precedería a la segunda venida del Señor. Profesaba estar en ciertas ocasiones bajo la absoluta influencia del Espíritu, de modo que podía en esas condiciones ser el instrumento para nuevas revelaciones a la iglesia. El Montanismo reafirmaba tres verdades que la iglesia, general, iba abandonando.

A) Que el poder del Espíritu de Dios es el poder activante en la iglesia, y que su obra podía hacerse no sólo por el así llamado clero, sino por todo creyente. Así enfatizaba la verdad del sacerdocio de todo creyente y la necesidad de que la obra de la iglesia fuese hecha por el poder del Espíritu.

B) Apoyaba fuertemente las prácticas ascéticas comunes en la iglesia e incluso insistía en que eran obligaciones sobre todo creyente. Los días de ayuno, por ejemplo, cuya observación era voluntaria para la mayor parte de la iglesia, eran considerados por ellos como obligatorios. Tenían alto concepto del celibato, aunque predicaban la santidad del matrimonio. Pero como creían que el matrimonio era una unión espiritual que no se disolvía con la muerte, decían que segundas nupcias era pecado. Enseñaban que el creyente no debía procurar evitar el martirio y que incluso debía buscarlo.

C) Reafirmaba la verdad sobre la venida del Señor. Según el testimonio de sus enemigos, había ciertas ideas extrañas mezcladas con su enseñanza en este punto.

Mayormente, los montanistas no se separaban de la Iglesia Católica, sino que formaban dentro de la iglesia un grupo de los "espirituales", con el tiempo fueron obligados a salir. Desafortunadamente el montanismo, en vez de mostrarse un testimonio en favor de las verdades que enfatizaba, desprestigió esas mismas verdades por las extravagancias fanáticas con que las acompañaba. Sin embargo, la iglesia católica adoptó uno de los peores errores del montanismo: la idea de que era posible agregar algo a la revelación dada por Dios. Rechazaba, es cierto, toda agregación por profetas individuales, pero manteniendo que el Espíritu daba especial inspiración a la sucesión apostólica de obispos, y aprobando en la práctica continuada, supuestas agregaciones a la revelación por las decisiones de concilios de obispos.


(4)  Arrianismo. Arrio fue presbítero de Alejandría, iniciador de la herejía que lleva si nombre. Nació en el norte de África en la segunda mitad del siglo III. Cuando formaba parte del presbiterio alejandrino comenzó a difundir una doctrina según la cual Jesucristo, el Hijo de Dios, era una criatura, las más perfecta, pero no Dios eterno que existía con el Padre y el Espíritu Santo desde la eternidad, tal como habían enseñado los apóstoles, particularmente san Juan. Desautorizado por un sínodo de cien obispos convocados por Alejandro de Alejandría, pasó a Palestina y recibió el apoyo de su antiguo compañero de estudio, Eusebio de Nicomedia y del historiador Eusebio de Cesárea. En 325 fue condenado por el Concilio de Nicea y desterrado por el emperador Constantino. Gracias a Eusebio de Nicomedia fue perdonado y murió cuando se disponía a entrar en Constantinopla. Solamente quedan de él dos cartas dirigidas a Eusebio de Nicomedia y a Alejandro de Alejandría, y luego fragmentos de su obra popular "Talía".

(5)  Monotelismo. Corriente que surgió en el siglo VII tratando de explicar que en las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana, obraba una sola voluntad.